domingo, 27 de febrero de 2011

Réquiem

Los años son doce; el día no lo recuerdo con precisión. Sé que sucedió a fines de febrero y que ese año no llegaste a celebrar tu santo (el último día del mes). La muerte te sorpendió antes, aunque también te llegó tarde, según tus planes. Alguna vez declaraste que no querías pasar de los 60 . (Me parece que la vejez de tus padres te resultó un espectáculo demasiado fuerte y no querías convertirte tú en protagonista.) Te permitiste cuatro años más, pero seis meses antes de llegar a los 65, un aneurisma te llevó en cuestión de horas.

Para ese momento, llevábamos ya dos años y medio sin hablarnos, desde que nació tu primer nieto. Yo no sé qué tanto pensarías en mí, si pensarías en mí. De haberlo hecho, con seguridad luchaste para que no se te notara: era este un patrón que te dedicaste a aceitar durante toda tu vida.

En los años que convivimos te vi llorar dos veces: Cuando el gobierno mexicano estableció relaciones diplomáticas con su homólogo en España, después de la dictadura franquista, pues esto implicó la disolución final de la república española que se había mantenido en el exilio en México. La otra ocasión fue cuando a uno de los grandes amores de tu vida, quizá el más grande, le diagnosticaron un cáncer que amenazaba con dejarle la cara desfigurada de llevarse a cabo una operación que al final no fue necesaria.

Cuentan, yo no estuve allí para verlo, que en una tercera ocasión, lloraste cuando yo me fui de la casa, a escondidas y sin permiso, y no sabían dónde buscarme ni si me volverían a ver. "La niña de sus ojos", dijeron muchas personas de mí para describir mi relación contigo. Aun hoy, tanto tiempo después, me he topado con quienes se siguen valiendo de esa frase para hablar de nosotros o más bien de tu afecto por mí.

También de oídas supe que sobre tu lecho de muerte, la camilla en que te llevaban
de emergencia al quirófano, declaraste que te ibas sin ninguna deuda. Y yo sé de una, por lo menos, que te llevaste a la tumba: La que tenías conmigo. Esa la adquiriste al decidir que bien valía la pena borrarme del mapa de tu vida cotidiana para mantener la farsa que con tanto esfuerzo habías montado alrededor de tu familia durante toda la vida.

Hoy, después de doce años de duelo, de ausencia, de orfandad, soy capaz de ver cómo ese enredo tuyo nació del dolor, de la incomprensión, de la necesidad de sobrevivir en un mundo hostil y poco tolerante. Hoy te recuerdo y hoy me atrevo, por fin, a intentar decirte lo que nunca antes pude. Lástima que no estés aquí para escucharlo y para responderme. Hoy me doy cuenta que la herida que me dejó tu desamparo quizá no cierre nunca del todo.

Yo también te quise mucho, más que a nadie en mis años de infancia y de primera juventud. Todavía me sorprendo cuando veo la foto de alguna estrella de la pantalla grande y recuerdo con precisión el nombre del actor o de la cantante. Pasé horas contigo recorriendo tu colección de libros de cine. Recuerdo cómo me impresionaba que supieras los nombres de los hombres y mujeres que deambulaban entre sus páginas. Hoy mi hijo, sí ese primer nieto tuyo, se ha convertido en digno heredero de esa tradición cinéfila. Qué irónico que no haya tenido nunca la oportunidad de conocerte.

Hoy te vuelvo a extrañar, papá. Se me vuelven a mezclar la tristeza y los restos de un enojo inútil ya. Poco apropiadas te sonarían probablemente estas palabras a manera de réquiem, de música de difuntos (como aquellas composiciones con las cuales nos levantabas de la cama
los fines de semana). Pero hoy no tengo otras.

1 comentario:

  1. La conmoción me deja sin palabras.
    Esta noche he descubierto que puede llegar incluso a borrarme la boca.

    Un abrazo muy, muy fuerte Adela,
    Db.

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