jueves, 7 de julio de 2011

Teoría 2

Hace casi 30 años estaba yo en una estación de tren, cuyo nombre no recuerdo, en Barcelona, acompañada de mis primos que me despedían cuando iniciaba el viaje a Madrid para luego tomar un avión de regreso a México. Aún conservo en el cuerpo la sensación, entonces desgarradora, del lento ponerse en marcha del tren, del sonido metálico de las ruedas contra las vías y del implacable movimiento que me llevaba lejos de quienes tanto había aprendido a querer. El mayor de mis primos, en un intento por aliviar el dolor del momento, nos dijo: "Despedirse es morir un poco". Durante el trayecto en el coche-cama yo me seguía muriendo de a poco. No paraba de llorar.

Veinticinco años después y bajo los efectos de una buena cantidad de alcohol, le escribí un correo electrónico a un hombre con quien creía tener una relación amorosa. Me despedía y le contaba la historia de la estación del tren. Volví a morir otro poco.
También lloraba.

En estos días una amiga está despidiéndose de su hijo que se marcha a vivir a otro país. Pensando en ella, recordé aquella sentencia de mi primo. Y, sí, despedirse quizá sea morir un poco: Decir adiós implica dejar algo atrás (un amor, una historia, una manera de relacionarnos) y es también una oportunidad para rendirnos ante la inevitabilidad del cambio. Despedirse es vivir. Despedirse día a día, de quien se va, del sitio donde terminamos un ciclo, del sol que se acuesta, de esa imagen en el espejo que jamás volverá a ser la misma, es un recordatorio de la vida aún por vivir.
Saber despedirse es, en última instancia, prepararnos para el adiós último, ensayar para poder celebrarlo con más desapego y menos sufrimiento.

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