sábado, 10 de diciembre de 2011

Crónica de una colegiatura anunciada

para Santiago

Sábado a medio día, la cola sale del banco por un buen trecho: el lunes no habrá servicio (es el día de la guadalupana). Descubro, gracias a otro usuario al borde de la desesperación y sospechoso de quienes parecen estar colándose impunemente, que hay una cola especial para clientes del banco. (¿Que no todos somos clientes?, me he preguntado antes. Hoy me abstengo de argumentar.)

Hago cola, pues, despepitando con moderación contra el mentado banco que ni a mí ni al colega detrás de mí nos gusta. Dos turnos más y nos toca. Llegamos a la ventanilla.

"Vengo a hacer un pago de colegiatura." Extiendo el documento con la referencia. "Necesita llenar una ficha de depósito. Vaya a la mesita de afuera y luego regresa y ya no hace cola." Ni loca, pienso, y me mantengo firme. "Parte lo voy a pagar con lo que hay en mi cuenta (extiendo mi modesta tarjeta de nómina) y parte en efectivo." Yo me dispongo a llenar la susodicha ficha, mientras él procede a hacer el retiro de mi cuenta.

Para no hacer el cuento largo ni exponer demasiado mi torpeza y mis nervios (¡a mis casi 50 años!), no logré el llenado con éxito de la forma hasta el tercer intento. El pobre cajero, quien moría de gripa y tenía que trabajar en sábado, hizo un verdadero alarde de paciencia y eso que no sabía que le faltaba lo peor.

El efectivo al que aludí venía en forma de cientos -literal- de monedas de 10 pesos que con gran esfuerzo y paciencia yo venía guardando (única modalidad del verbo ahorrar que atino a conjugar) en un zepelín de coca-cola (desprovisto de contenido líquido, claro está) hábilmente colocado al interior de mi clóset, entre los zapatos. Cuando ayer me enteré que ayer mismo era el último día para hacer el primer pago del próximo semestre de la prepa de mi hijo (yo juraba que la fecha que había leído en la circular informativa enviada hace más de 15 días era 9 de enero y no 9 de diciembre), tuve que recurrir a medidas desesperadas.

"Santiago, saca las monedas del zepelín, cuéntalas y haz paquetitos de 10 en 10 con masking tape." Cómo iba yo a saber que tenía dos opciones: hacer un trámite de morralla ("calderilla" para los peninsulares) para poder depositar en máquinas que cuentan las monedas automáticamente (a lo cual me negué puesto que ni suelo andar por el mundo cargando cambio en esas cantidades ni iba a perder mi lugar) o esperar a que el pobre cajero deshiciera los paquetitos, arrancándoles con cuidado el masking que los mantenía unidos, para proceder a contar moneda por moneda, volviéndolas a colocar en pequeñas torres y concluir sacando unas bolsas de plástico que debía rotular con una clave antes de introducir en su interior el equivalente a 500 pesos por bolsa. Ya se imaginarán el humor de los clientes que hacían fila detrás de nosotros.

Finalmente, con todas las monedas en sus respectivas bolsas, el empleado bancario ultimó el trámite estampando el sello y rúbrica correspondientes, entre tosidos cuyo contenido quedó, para mi fortuna, de su lado del vidrio. "Se ha ganado usted el cielo, joven. Que se mejore." Sonrió (¿qué otra opción tenía?), mientras me daba las gracias y se disponía a atender al siguiente.

Mi hijo y yo salimos del banco entre las miradas asesinas, más o menos disimuladas, de aquellos a quienes aún les quedaba un largo espacio hasta la caja.

(Moralejas: Lea con cuidado -con mucho cuidado- las fechas límite de los pagos que habrá de hacer durante, por lo menos, dos años y medio más. Y no ceje en su intento de rellenar su zepelín con más monedas de 10 pesos.)

2 comentarios:

  1. Ya Gaby me había contado algo de esta crónica, la disfruté mucho, como todo lo que publicas en este blog.

    Saludos

    Alejandro Camarena

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  2. Gracias, Alejandro, por tu visita y tus palabras. Ojalá vuelvas pronto...

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