viernes, 26 de febrero de 2016

Diez meses, un bicho y un reencuentro


Raro es que pasen tantos días, más de 10, sin que escriba algo por aquí, a menos que ande de viaje, lo cual no es demasiado frecuente. La última entrada fue del día anterior a que mi hijo volviera a México después de andar 10 meses trabajando y viajando en Europa. No pensé que a mí me llevaría tanto tiempo acabar de aterrizar, como si también me hubiera ido de viaje.

Los primeros días después de su llegada, anduve distraída, como perro sin dueño e incluso con síntomas de jet-lag. "Como las parejas de las mujeres embarazadas, que empiezan a tener síntomas", me decía Frida, una amiga mía y de Santiago. Supongo que parte del proceso fue el cambio brutal, otra vez, en la rutina y en las costumbres del día a día. 

(Aunque a nuestra gata mayor le tomó alrededor de una hora volverse a acostumbrar a su presencia, la chiquita —que está enorme— se pasó dos días prácticamente escondida bajo mi edredón, hasta que fue familiarizándose con el otro integrante de la casa, hasta entonces desconocido para ella.)

A mí me pasó algo similar. No era una falta de reconocimiento, por supuesto, ni una falta de alegría. "La emoción del reencuentro", me señalaba hace un par de días, otra amiga común del lado de allá del Atlántico, Berna, y creo que no le falta razón.

A los cinco días de cargar con la sensación de no poder acabar de tomar tierra (en alguna parte, supongo, había yo albergado el miedo de no volver a ver a Santiago nunca —irracional y desproporcionado, como la mayoría de los miedos—), el aterrizaje fue forzoso: una ligera tos se convirtió en un cuadro con sospecha de influenza y yo me pasé dos días postrada, quejándome e incapaz de moverme. Y a Santiago le tocó hacerla de enfermero, lo cual le salió de maravilla. "Es una de tus crisis emocionales, ma", reiteró cuando la prueba de influenza dio negativo. Y tampoco le falta razón.

(Su regreso me aclaró aún más alguna falla que todavía quedaba en mi percepción sobre la más reciente —y ya pasada— historia de desamor y eso también tuvo su impacto, que ni qué.)

Y, bueno, hoy aquí ando, asomando la cabeza nuevamente y disfrutando muchísimo con la convivencia con el hijo adulto que me devolvió, por un rato al menos, el viejo continente.

Para cerrar, unas imágenes de su llegada al Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México (tomadas por el amigo mutuo Leo) el pasado martes 16 de febrero:

primer abrazo

con la madre y la madrina


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