domingo, 14 de mayo de 2017

Historia de una planta


Yo cultivo violetas. Por gusto. Sin orden. Cuando a alguna se le cae una hoja. Cuando a otra le salen hijos y no caben en la misma maceta. Cuando alguien me regala una planta nueva y la trasplanto. Y así, mi casa se ha poblado de violetas. En el interior. Que en el balcón hay más variedad.

Hace varios años, dos por lo menos, pero probablemente unos cuatro, en la maceta de la violeta con flores blancas de borde lila se empezó a asomar la punta de algo que, obviamente, no era una violeta. Primero intenté arrancar al intruso. Podría ser una mala hierba que atacara a la violeta. No se dejó arrancar. Entonces decidí dejarla y ver de quién se trataba.

Salió una hoja: verde oscuro, brillante, en forma de corazón, con picos, no muy grande. Hermosa.

Después de un tiempo, la trasplanté a su propia maceta. Cada tanto —semanas, meses—, sacaba una hoja más. Luego llegó Khandro, la gatita que se hizo gatota, y en una de esas, le mordió una hoja que apenas empezaba a desenrollarse. Quedó solo medio corazón. Y la planta, junto con gran parte de las violetas, se fue a vivir a la parte más alta de un librero, para resguardarse de la gata.

Allí empezó a sacar unas hojas cada vez más grandes. Más verdes. Más hermosas.

Poco tiempo después de la más reciente empezó a salir otro brote. Y pensé qué raro, hace tan poco que echó una hoja nueva. Y resultó ser una flor. Después de años. Cuando yo habría jurado que era una planta que no echaba flores.

Así es la vida a veces.
                                 Casi siempre.
                                                     Sorprendente.




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